En el último día oficial de licenciatura.
A mis colegas de generación.
A mis amigos, a quienes amo mucho después de cuatro años y medio de caminar juntos.
Nos conocimos hace tanto y tan poco. Hace tanto que entramos en ese primer semestre, en aquel salón que nos tenía hacinados, pues estaba diseñado para alrededor de 30 personas y albergaba a más de 50 estudiantes. Hace tanto que nos obligaron a aprender el nombre del de junto, a entrevistarnos y a conocernos un poco más, tanto que agarramos confianza y terminamos armando “la vaquita” para la tomadera grupal. Nadie más hizo eso.
No sé cuándo, pero bien recuerdo las primeras veces que destrozaron nuestros textos, aunque quizá nosotros pensamos “no están tan jodidos”, pero sí, eran una porquería. También recuerdo las cosas que hacíamos por ganar una calificación, por ejemplo: disfrazarnos para una pastorela y andar así desde el metro a la Facultad. ¡Qué oso!
Hace tan poco que nos escapábamos de nuestras clases para dedicarnos a los vicios. Alcohol, música, baile… fuimos inconscientes, necios e inmaduros. Ahora que lo pienso, ¿cuántas idioteces no hicimos juntos?, ¿de cuántas cosas no nos salvamos? ¿Cuántas veces no arriesgamos nuestra vida? Y al mismo tiempo, ¿cuántos días no fueron “el mejor día de todos”? ¡Qué cantidad de momentos inolvidables!
El andar por los pasillos de la H. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales no hubiera sido lo mismo sin el estrés al momento de las inscripciones, ya sea porque no teníamos recomendaciones, porque el sistema nos mandó al horario más horrible o porque en el último momento, a la página se lo ocurrió quedarse congelada cuando sólo quedaba un lugar con el profesor que queríamos.
Cualquiera que se precie de ser o haber sido estudiante de Polakas sabe que aunque todo estuviera a su favor, llevara horas en la fila y los documentos necesarios; si Pedro Mundo estaba de malas, jamás haría ningún movimiento. En cambio, si lo agarrabas cuando regresaba de desayunar o comer, se abrían lugares con tan sólo un clic.
Dentro de las clases, quién va a olvidar a esa profesora de rizos largos y definidos que, sin ser mala onda, nos tenía más traumados que niña a la que le arrebataron sus dulces, pero que poco a poco descubrimos que haber cursado su materia fue una de las mejores elecciones de la carrera.
Haber descubierto profesores que venían de otros países y que con sus acentos particulares, aportaron y marcaron nuestras vidas. Algunos nos motivaron y otros nos hicieron reafirmar una vocación que en algún momento creímos diluida. Aquellos que nos dieron la mejor definición del periodismo al enseñarnos que se trata de “un helado de vainilla con chispas de chocolate”. Nunca he leído a un teórico más acertado.
Cómo olvidar cuando pasamos cada hora; día; semana; mes; trabajando e investigando sobre lo que, en pocas palabras, definimos como los compañeros “más guapos y buenotes” de la Facultad.
Cuando tomábamos clase de Teorías de la Comunicación y no entendíamos nada, hasta que al caer la noche, fumábamos ideas en forma de tabaco y en medio de una plática sobre chismes, amigos y cosas sexosas (especial énfasis en este último) comprendíamos los conceptos más complejos de Heidegger, Habermas, Luhman, Lyotard, Garfinkel, Baudrillard, etcétera, aunque al hacerlo, nuestra vida “perdiera significación”.
No puedo dejar fuera las peleas con vagabundos al querer hacer un reportaje. Las veces que recorrimos cerros y atravesamos la ciudad con pocos pesos en la bolsa. Algunas veces sin comer y otras sobreviviendo al desvelo, al cansancio y a uno que otro malestar; pero siempre a sabiendas de que nada nos podía impedir cubrir un evento o ir a entrevistar. Esos trabajos que de manera obligada nos hicieron amigos y que por elección nos convirtieron en hermanos.
Quién no se va a quejar (y al mismo tiempo agradecer) por haber cursado una materia en la que, por definición de la profesora, leíamos dos “libros orgásmicos” (más de 350 páginas) por semana, pero a pesar de que sufrimos, aprendimos como locos.
Difícil borrar de mi mente ese semestre en el que cada martes y viernes recreábamos fragmentos de la película de Pedro Infante El Seminarista, porque por primera vez teníamos profesores guapos en una escuela (casi) “para señoritas”.
Lo que siempre ha sido de campeones es tener 10 minutos para trasladarse del CELE/biblioteca/cualquier otra Facultad a Ciencias Políticas (y viceversa), y poder llegar a las respectivas clases. Sinceramente no sé qué odiaré más, estar tan pinche lejos de todo o la rampa que, después de cuatro años y medio, no puedo subir sin jadear.
Cuántas cosas no estoy dejando fuera. Quizá si nuestras ojeras y gastritis hablaran, hasta nosotros nos quedaríamos asombrados. Quizá nunca he sido la mejor amiga o compañera, pero lo he intentado y esto que escribo no es nada comparado con lo que pasó. Son tan sólo 828 palabras y 4 mil 962 caracteres que tratan de hacer recordar, reír, llorar. De esperar que esto que termina nos dé la oportunidad de ir más allá.
Quizá volver a vernos no esté en el calendario, pero por si las dudas…
Gracias, gracias, gracias.
"En cualquier lugar que estuvieran, recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera" GGM De todo un poco...
jueves, 21 de noviembre de 2013
domingo, 22 de septiembre de 2013
¿Tus besos o tu boca?
No sé qué prefiero: si tus besos o tu boca.
Tus besos porque inundan, hidratan, suavizan mi piel, o tu boca que impura recorre mi cuerpo conteniendo suspiros.
Tus besos que son reflejo del alma desolada después de horas de ausencia o tu boca que inhibe y desinhibe todo lo que toca.
Besos que desdoblan al ser, boca que lo multiplica. Me haces una, cientos, miles y a la vez ninguna a través de tus palabras.
Creo que amo más a tu boca, porque en ella se alojan las pasiones, las palabras y tus besos.
Tus besos porque inundan, hidratan, suavizan mi piel, o tu boca que impura recorre mi cuerpo conteniendo suspiros.
Tus besos que son reflejo del alma desolada después de horas de ausencia o tu boca que inhibe y desinhibe todo lo que toca.
Besos que desdoblan al ser, boca que lo multiplica. Me haces una, cientos, miles y a la vez ninguna a través de tus palabras.
Creo que amo más a tu boca, porque en ella se alojan las pasiones, las palabras y tus besos.
sábado, 4 de mayo de 2013
Inercias
Después
de una intensa jornada de trabajo regresé a mi departamento, me sentía muerta
de cansancio y en la casa de enfrente se escuchaba mucho ruido, pisadas,
música, risas que peleaban por ser discretas pero resonaban, al principio
fueron soportables, pero después sentí que me enloquecían.
Enojada,
salí de mi casa y toqué una vez a la puerta del vecino
escandaloso. Nadie abrió. Volví a intentar, pero nada. El tercero tenía que ser
definitivo, azoté mis manos con tanta fuerza contra la puerta que terminó por abrirse sola y, como olla de
presión, escapó de la casa un aroma a
cigarro, alcohol y sexo.
No
contuve la curiosidad y entré. Todo se veía nebuloso, el aire era pesado, la
música estruendosa y el calor estaba encerrado, pero no había nadie. Caminé
hacia donde se escuchaban murmullos y risas, una de las habitaciones se abrió,
salió un joven moreno, ojos claros, cabello rizado y sonrisa encantadora.
Dijo
que me esperaban, pero yo sólo miraba su cuerpo desnudo, casi perfecto.
¿Cómo
me iba a estar esperando mi vecino?, pensé. Pero no me detuve, seguí andando en
esa nube de aromas y visiones sexuales, llegué a la última habitación, la
puerta estaba entreabierta, la empujé y el rechinido me erizó la piel.
El
cuarto estaba a oscuras. Entré y alguien pasó su mano por mi espalda, tomó la
puerta y la colocó en la posición entreabierta en la que la encontré. Sólo se
dibujaba una diagonal en el piso por la luz que golpeaba con fuerza la oscuridad.
Sentí
que un par de manos recorrieron mi vientre, casi atravesaron mi ropa, la
quemaron, me la arrancaron. Quedé frente a él, sentí su cuerpo, lo toqué, lo
eroticé.
Nos
besamos, nos desesperamos, nos violentamos. Me pidió que arañara su espalda y
lo hice tan fuerte que sentí que un líquido caliente recorría mis manos, nadie
se asustó por la sangre, al contrario, nos excitó más. Y su cuerpo, cual
martillo frente al clavo, se movía con intensidad entre mis piernas mientras me
pedía que lo mordiera porque casi se venía en mi interior.
Continuaron
los besos, lo lancé contra la pared y en un jalón clave mi zapato entre sus
pies, ese dolor reavivo su sexo, lo
llenó de fuerza, lo enrojeció. Me encargué de mantenerlo así, respiraba cada
vez más fuerte para tratar de contener el final del momento y yo no podía dejar
de lamer su entrepierna. Pasamos de la cama al sillón, nos topamos con el muro
y llegamos a la puerta. Ahí donde antes se veía un haz de luz, ahora estaban
mirándonos el muchacho de cuerpo perfecto y su acompañante.
Casi
arranco uno de sus labios por la fuerza del deseo, quería lucirme para el
público, que se viera que yo también sabía cómo actuar. Aseguraste que ya no
podías contener más tus fluidos, que sentías que explotaría tu miembro y tu
corazón. Hice que no escuché y continué con mi tarea, su respiración se volvía
exagerada, jadeaba como perro famélico, me lanzó a la cama gritando que ya era
el momento, que debía terminar en mí.
Sobre
esa King Size golpeó mis muslos con
una fuerza que nadie me había mostrado, se hacía cada vez más veloz y la
energía de su cuerpo no se comparaba con el remolino de sus ganas, continuaba
golpeando, gemí, soltó una lágrima, tomó mis pechos y arreció el movimiento.
Sentí que la vida se le estaba escapando, que me la estaba entregando.
Acostumbrada
a la oscuridad ya podía ver el color sanguinolento de su mirada, su rostro que
mostraba enfermedad por la desesperación de terminar. Explotó y un grito salió desde
sus entrañas, fue un crujir profundo. Luego, el silencio, suspiró, cayó de
golpe sobre mí, y yo lo sentí contraído, inamovible, inerte…
Diana Delgado Cabañez
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