Después
de una intensa jornada de trabajo regresé a mi departamento, me sentía muerta
de cansancio y en la casa de enfrente se escuchaba mucho ruido, pisadas,
música, risas que peleaban por ser discretas pero resonaban, al principio
fueron soportables, pero después sentí que me enloquecían.
Enojada,
salí de mi casa y toqué una vez a la puerta del vecino
escandaloso. Nadie abrió. Volví a intentar, pero nada. El tercero tenía que ser
definitivo, azoté mis manos con tanta fuerza contra la puerta que terminó por abrirse sola y, como olla de
presión, escapó de la casa un aroma a
cigarro, alcohol y sexo.
No
contuve la curiosidad y entré. Todo se veía nebuloso, el aire era pesado, la
música estruendosa y el calor estaba encerrado, pero no había nadie. Caminé
hacia donde se escuchaban murmullos y risas, una de las habitaciones se abrió,
salió un joven moreno, ojos claros, cabello rizado y sonrisa encantadora.
Dijo
que me esperaban, pero yo sólo miraba su cuerpo desnudo, casi perfecto.
¿Cómo
me iba a estar esperando mi vecino?, pensé. Pero no me detuve, seguí andando en
esa nube de aromas y visiones sexuales, llegué a la última habitación, la
puerta estaba entreabierta, la empujé y el rechinido me erizó la piel.
El
cuarto estaba a oscuras. Entré y alguien pasó su mano por mi espalda, tomó la
puerta y la colocó en la posición entreabierta en la que la encontré. Sólo se
dibujaba una diagonal en el piso por la luz que golpeaba con fuerza la oscuridad.
Sentí
que un par de manos recorrieron mi vientre, casi atravesaron mi ropa, la
quemaron, me la arrancaron. Quedé frente a él, sentí su cuerpo, lo toqué, lo
eroticé.
Nos
besamos, nos desesperamos, nos violentamos. Me pidió que arañara su espalda y
lo hice tan fuerte que sentí que un líquido caliente recorría mis manos, nadie
se asustó por la sangre, al contrario, nos excitó más. Y su cuerpo, cual
martillo frente al clavo, se movía con intensidad entre mis piernas mientras me
pedía que lo mordiera porque casi se venía en mi interior.
Continuaron
los besos, lo lancé contra la pared y en un jalón clave mi zapato entre sus
pies, ese dolor reavivo su sexo, lo
llenó de fuerza, lo enrojeció. Me encargué de mantenerlo así, respiraba cada
vez más fuerte para tratar de contener el final del momento y yo no podía dejar
de lamer su entrepierna. Pasamos de la cama al sillón, nos topamos con el muro
y llegamos a la puerta. Ahí donde antes se veía un haz de luz, ahora estaban
mirándonos el muchacho de cuerpo perfecto y su acompañante.
Casi
arranco uno de sus labios por la fuerza del deseo, quería lucirme para el
público, que se viera que yo también sabía cómo actuar. Aseguraste que ya no
podías contener más tus fluidos, que sentías que explotaría tu miembro y tu
corazón. Hice que no escuché y continué con mi tarea, su respiración se volvía
exagerada, jadeaba como perro famélico, me lanzó a la cama gritando que ya era
el momento, que debía terminar en mí.
Sobre
esa King Size golpeó mis muslos con
una fuerza que nadie me había mostrado, se hacía cada vez más veloz y la
energía de su cuerpo no se comparaba con el remolino de sus ganas, continuaba
golpeando, gemí, soltó una lágrima, tomó mis pechos y arreció el movimiento.
Sentí que la vida se le estaba escapando, que me la estaba entregando.
Acostumbrada
a la oscuridad ya podía ver el color sanguinolento de su mirada, su rostro que
mostraba enfermedad por la desesperación de terminar. Explotó y un grito salió desde
sus entrañas, fue un crujir profundo. Luego, el silencio, suspiró, cayó de
golpe sobre mí, y yo lo sentí contraído, inamovible, inerte…
Diana Delgado Cabañez