sábado, 4 de mayo de 2013

Inercias


Después de una intensa jornada de trabajo regresé a mi departamento, me sentía muerta de cansancio y en la casa de enfrente se escuchaba mucho ruido, pisadas, música, risas que peleaban por ser discretas pero resonaban, al principio fueron soportables, pero después sentí que me enloquecían.

Enojada, salí de mi casa y toqué una vez a la puerta del vecino escandaloso. Nadie abrió. Volví a intentar, pero nada. El tercero tenía que ser definitivo, azoté mis manos con tanta fuerza contra la puerta  que terminó por abrirse sola y, como olla de presión,  escapó de la casa un aroma a cigarro, alcohol y sexo.

No contuve la curiosidad y entré. Todo se veía nebuloso, el aire era pesado, la música estruendosa y el calor estaba encerrado, pero no había nadie. Caminé hacia donde se escuchaban murmullos y risas, una de las habitaciones se abrió, salió un joven moreno, ojos claros, cabello rizado y sonrisa encantadora.

Dijo que me esperaban, pero yo sólo miraba su cuerpo desnudo, casi perfecto.

¿Cómo me iba a estar esperando mi vecino?, pensé. Pero no me detuve, seguí andando en esa nube de aromas y visiones sexuales, llegué a la última habitación, la puerta estaba entreabierta, la empujé y el rechinido me erizó la piel.

El cuarto estaba a oscuras. Entré y alguien pasó su mano por mi espalda, tomó la puerta y la colocó en la posición entreabierta en la que la encontré. Sólo se dibujaba una diagonal en el piso por la luz que golpeaba con fuerza la oscuridad.

Sentí que un par de manos recorrieron mi vientre, casi atravesaron mi ropa, la quemaron, me la arrancaron. Quedé frente a él, sentí su cuerpo, lo toqué, lo eroticé.

Nos besamos, nos desesperamos, nos violentamos. Me pidió que arañara su espalda y lo hice tan fuerte que sentí que un líquido caliente recorría mis manos, nadie se asustó por la sangre, al contrario, nos excitó más. Y su cuerpo, cual martillo frente al clavo, se movía con intensidad entre mis piernas mientras me pedía que lo mordiera porque casi se venía en mi interior.

Continuaron los besos, lo lancé contra la pared y en un jalón clave mi zapato entre sus pies,  ese dolor reavivo su sexo, lo llenó de fuerza, lo enrojeció. Me encargué de mantenerlo así, respiraba cada vez más fuerte para tratar de contener el final del momento y yo no podía dejar de lamer su entrepierna. Pasamos de la cama al sillón, nos topamos con el muro y llegamos a la puerta. Ahí donde antes se veía un haz de luz, ahora estaban mirándonos el muchacho de cuerpo perfecto y su acompañante.

Casi arranco uno de sus labios por la fuerza del deseo, quería lucirme para el público, que se viera que yo también sabía cómo actuar. Aseguraste que ya no podías contener más tus fluidos, que sentías que explotaría tu miembro y tu corazón. Hice que no escuché y continué con mi tarea, su respiración se volvía exagerada, jadeaba como perro famélico, me lanzó a la cama gritando que ya era el momento, que debía terminar en mí.

Sobre esa King Size golpeó mis muslos con una fuerza que nadie me había mostrado, se hacía cada vez más veloz y la energía de su cuerpo no se comparaba con el remolino de sus ganas, continuaba golpeando, gemí, soltó una lágrima, tomó mis pechos y arreció el movimiento. Sentí que la vida se le estaba escapando, que me la estaba entregando.

Acostumbrada a la oscuridad ya podía ver el color sanguinolento de su mirada, su rostro que mostraba enfermedad por la desesperación de terminar. Explotó y un grito salió desde sus entrañas, fue un crujir profundo. Luego, el silencio, suspiró, cayó de golpe sobre mí, y yo lo sentí contraído, inamovible, inerte…

Diana Delgado Cabañez