miércoles, 18 de julio de 2018

De obstáculos no vencidos



Diana Delgado

Hace unas semanas tomé un curso de crónica y la tarea era escribir sobre el mayor obstáculo vencido.

No sabía si hacerlo sobre mi accidente en moto, cuando me avisaron que habían atropellado a mi mamá, sobre esa llamada a media noche para avisarme que un familiar había fallecido o sobre el rompimiento amoroso que más me dolió. No. Elegí un obstáculo que aún no venzo, quizá necesito comprobar que las letras pueden sanar.

Van 8 meses y 13 días y el sonido todavía me aturde. La combinación de la oscuridad con las luces azules, rojas y blancas que golpean con intermitencia aceleran mi pulso, me resecan la garganta.

Desde el 19 de septiembre no tolero los ruidos estruendosos, los vehículos de emergencia que van de un lado al otro, los gritos y lamentos. Ni todo junto ni por separado.

Me recuerdan aquella noche en las calles de la calzada de Tlalpan, a esa escuela que quedó hecha añicos, a las sábanas blancas que cubrían pequeños cuerpos, a la señora que tomó mi brazo y, aún sin poder respirar por la desesperación, se lamentó por la posibilidad que el beso que su niño le dio al bajarse del carro, antes de entrar a la escuela, fuera el último.

Esa maldita luz intermitente que enceguece al que la mira, esa luz que funcionó como faro para quienes caminaban por la calle en total oscuridad, la que permitía vernos las caras cada que cambiaba de azul a blanco, de rojo a blanco.

La que anunciaba que la desgracia se ponía peor,  que nos dejaba ver a los que se sentaban a llorar en las banquetas, a los que abrazaban a sus perros y a quienes agradecían a Dios por proteger a su familia.

Durante días me encontré con esa luz, con el ruido de las sirenas, con las calles oscuras. Con la inmensidad del no poder hacer nada. Quizá por eso todavía me sofocan, me ponen ansiosa, me secan la boca.

Algún día pasará, algún día.

El callejón de los viejitos

Diana Delgado

El espacio es finito, 26 casas de cada lado. El callejón 241B parece gris, aunque todos los hogares están pintados en tonos pastel.

Nadie camina en las estrechas calles, no hay gente. En el barrio se sabe que ahí, en ese callejón, viven puros viejitos.

Esos que en las mañanas barren sus calles, una vez al mes podan sus árboles y en las tardes sacan un banquito a la banqueta para tomar el fresco.

No hay tienditas, ni farmacias, ni locales de comida. Solo casas de uno o dos pisos. Muchas plantas. Pensamientos, hortensias, pino y tepozan. Hierba santa, yerbabuena, mejorana y manzanilla. Ramas de naranjo y hoja de aguacate.

El pasillo de entrada es el mismo que de salida, quizá por eso casi nadie pasea por ahí, no hay nada que los lleve al 241B, ese callejón silencioso asentado una de las colonias más grandes de América Latina: la Agrícola Oriental.

Mi presencia es extraña. Una mujer me mira desde la ventana y sólo asiente con la cabeza a mi saludo.

Un perro saca sus patas entre los barrotes blancos de una entrada, asoma el hocico y se avienta a la puerta al verme pasar.

Dos señores van a paso lento, uno camina hacia el sur, el otro al norte. Van del mismo lado de la acera. Sonríen y levantan la mano sabiendo que se van a encontrar.

-Buenas tardes, paisano. ¿Cómo estás? - dice un hombre como de 80 años, viste pantalón de mezclilla, camisa a cuadros y una gorra color beige. Su andar es lento, cojea ligeramente.

-Qué pasó, paisano, pues seguimos aquí. ¿Tu cómo estás- responde el otro señor que apenas rebasa los 70 años y también porta una cachucha.

- Con estas canijas rodillas que le recuerdan a uno que ya está viejo. Pero que se aguanten un rato- revira.

Ambos me miran y dicen buenas tardes al tiempo que levantan la vicera de sus gorras.

Su diálogo dura unos cuantos minutos, hablan del clima que no da tregua, del retraso en el pago de su pensión, de lo que van a comer ese día.

Es la cotidianidad del callejón 241B. "El de los viejitos", en donde no pasa nada. El espacio gris de colores pastel.