Jaimito ¿qué quieres ser de grande? –Abogado, maestra- Pepe, ¿que nos dices? –Creo que Piloto, sí, sí, eso- ¿Lupita? –Veterinaria, -¿Y tu Chucho? –Yo quiero sacar copias maestra.
Imaginemos un niño, todos conocemos a uno o al menos tenemos uno en mente. Ya vieron su cara de ilusión, sus ojos brillosos, los pequeños huecos en su boca producto de los dientes que se cayeron y no han vuelto. El cabello corto y rizado. En pocas palabras, un chamaco condenado a la belleza, al don de la palabra y a la empatía con los demás.
¿Qué proyecta para la vida un niño con ese potencial? Al menos en su casa, su mamá lo imaginaba presidente, actor o el próximo Luis Miguel. Mientras que para su papá, el chico tenía todo el porte y estilo del jugador de futbol, goleador, campeón y galán, pues esos ojos y rizos eran la locura de las niñas de la primaria.
Todos tenían planes para Chucho, algunos más ambiciosos que otros pero todos llevaban el sello del éxito y reconocimiento. Sin embargo, el pequeño siempre había soñado con las copias, lo alimentaba ese ajetreo que sufría el señor de la papelería cuando su local se llenaba pidiendo juegos y juegos de la maestra Lulú.
Admiraba el aroma del papel recién sacado de su bolsa y a pesar de que sólo contaba con diez años bien podía distinguir entre un texturizado, opalina, couché y bond tan sólo con tocarlos. No había duda, su destino era ese. El problema estaba en enfrentarlo y derrumbar los ideales de sus padres en pro de su felicidad.
Jesús pasó durante años noches enteras ideando la forma de contarles a sus papás, pensó escribirles una carta en un papel de seda para que se convencieran con la calidad pero un día supo que ellos no podrían diferenciarlo de una cartulina. Entonces tomó valor, salió al comedor y les dijo: -mamá, papá quiero ser saca copias, no diseñador, no crítico del papel, saca copias.
Añoro la presión de los lunes por la mañana y de la gente que espera ansiosa su trabajo. Me aprendí la tabla de los 50 centavos porque eso valen las hojas…- La señora rompió en llanto, Jesús dejó de hablar y su papá con la decepción en la mirada lo mandó de vuelta a su habitación.
Pasaron días en los que la familia no le dirigió la palabra a Jesús, todas las noches se oía el llanto de su madre seguido de largas pláticas que trataban de entender el porqué de la actitud de su hijo, quien dejaba de lado su vida de éxito.
Pasado un mes los padres de Jesús decidieron hablar, con más lágrimas de las ya derramadas aceptaron su elección de vida. Argumentaron que no lo entendían pero que preferían eso antes que alejarse de su único hijo.
Los años corrieron, Jesús fue creciendo. Empezó en la papelería de la colonia en la que tantas veces soñó. Por recomendación del dueño, llegó a las copiadoras de un CCH dónde conoció al primer gran amor de su vida. Sin embargo el éxito y fama lo hizo llegar al circuito universitario. La Facultad de Ciencias Políticas y Sociales se convirtió en su nueva casa, ahora sus padres están orgullosos de que el pequeño Jesús pisó la Universidad y se dieron cuenta que a pesar de todo. Su chiquito sí tenía el éxito asegurado.
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