domingo, 21 de octubre de 2012

Invierno



Bastó la noche en que tocaste a la puerta preguntando sí ahí vivía tu hermano Manuel, tú venías de lejos y yo estaba de visita con mis abuelos, recuerdo el aroma de la loción que usabas e incluso el color de la camisa que se convirtió en tu favorita.

Te indiqué que la casa de al lado era el lugar que buscabas y mientras lo decía, tu sonrisa y tu mirada recorrían el frío espacio de mi cuerpo cubierto por más de dos chamarras. Era invierno, y sé que poco a poco descubriste que soy muy friolenta.

Te vi más de una vez, te quedaste a vivir al otro lado de la calle y de mis pensamientos, nunca cruzamos palabras, pero jamás fueron necesarias. Ahora creo que pudimos pasar nuestras vidas en silencio, tan sólo con los encuentros fugaces de nuestros ojos.

Llegadas las fiestas del mes, tu familia resultó sorteada para organizar la quinta posada, ¿sabías que siempre he pensado que el cinco es mi número de la suerte? Ya habían  pasado las otras cuatro y nosotros estábamos limitados a un par de sonrisas y al recuerdo de la noche en la que tu hermano nos obligó a bailar una pieza.

El día de la celebración a las puertas de tu casa y de la mía había llegado. No sé cómo, pero conseguiste mi número de teléfono porque no me encontraste cuando de nuevo tocaste a la  puerta. Respondí y me invitaste a estar contigo esa noche, en la reunión.

Hiciste de todo para congraciarte, para acercarte, lo fuiste logrando, comenzó cuando me invitaste un poco de ponche de tu vaso y terminamos juntos, hablando, en el sofá rojo que tu hermano y tu acababan de comprar. Nunca pensé que esa invitación a estar contigo hubiera tenido tan profundos sentidos.

Hicimos lo que nunca habíamos hecho, hablamos por horas mientras veíamos por la ventana que la calle poco a poco se vaciaba, nos hartamos de palabras y pasamos a los besos, a las caricias, al roce de nuestros cuerpos fríos y temblorosos; quizá por el frío o quizá por los nervios, siempre hablamos del primero para que las emociones no nublaran lo que ahí estaba ocurriendo.

Metí mi mano en tu cabello y mientras me besabas jugué con tus rizos enredados, nos besamos en la boca, en las manos, en los pies y en cuanto rincón encontramos. Casi arranqué la camisa que apenas empezabas a desabotonar, era la misma con la que te había visto la primera vez.

Recuerdo que mordí suavemente tu oreja y eso te enloqueció, me sacaste la ropa y pasamos, giramos, peleamos y llegamos desenfrenadamente del lado izquierdo al lado derecho de la cama, nos enroscamos tanto, hasta que tuviste que detener tu cuerpo y la respiración, para sólo así desenredarnos.

Nuestros rostros, mis pechos, tu abdomen, nuestras piernas, todo quedó frente a frente, nos miramos, nos reconocimos y nos entregamos con la mayor disposición, entraste en mí para llevarte una parte de mi vida y para dejarme parte de la tuya, quedamos prendados con ese deseo surgido del silencio de nuestros anteriores encuentros.

El viento helado de las calles chocaba con el calor y la desesperación que arrancábamos a besos de nuestros cuerpos, las ventanas blancas del vapor, podían haber sido las delatoras de lo que  estábamos viviendo, pero no lo fueron, se quedaron estáticas e inmóviles, como en el momento en que acabamos extasiados y húmedos de pasión.

Creo que desde ahí lo aprendiste, nuestros cuerpos, separados, son fríos como esa noche de invierno en la que te conocí.

Diana Delgado Cabañez

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