Fuimos un entramado de aciones, como esos trazos deformes causados por las ramas de los árboles y que cualquiera puede encontrar dibujados sobre un cielo azul en una tarde de mayo o de cualquier otoño.
Al conocernos, muchos dijeron que gracias a ti centré mis pensamientos, dejé de ser egoísta y cambió mi modo de ser con el mundo. Dijeron, también, que yo fui el color de tu vida, la desfachatez y la ironía que te hacía falta entender. Nunca creyeron que yo sería capaz de corromper tus silencios y de aprender de ti a disfrutar del vacío.
Siempre fuimos uno contra el otro, pero también fuimos uno con el otro. Sinceramente no me sorprende que incluso ahora que ya no estamos juntos, sigo dibujando en ti una sonrisa cuando digo un sinsentido.
Te conocí un invierno y para mi siempre fuiste un cálido enero. Hubo días en los que viví en la cercanía del mundo que tantas veces Borges describió, sentí que muchos anhelos llegaron a buen puerto y que la felicidad es algo por lo cual se trabaja. Constantemente pienso en esas tardes de domingo acompañadas de besos con sabor a café y de noches coloreadas y con prisa, porque a pesar de todo, nunca pudimos detener el tiempo.
Lo entendí. Somos contradicción pura, como el agua y el aceite, el blanco contra el negro, el cielo y el infierno, el uno para el otro. Tu pensabas en llegar a más y yo empecé a creer menos. Eras el día y yo fui tu noche. Luego pronunciaste ese te amo, pero ya no quiero estar contigo.
Diana Delgado
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