"En cualquier lugar que estuvieran, recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera" GGM De todo un poco...
sábado, 22 de septiembre de 2012
Disculpe las molestias
Viernes, 8:30 de la noche. Las personas caminan, corren, bajan las escaleras mientras cargan sus bolsos, mochilas y el propio cuerpo después de no sólo una jornada sino toda una semana de trabajo.
La gente sube al metro con mucha prisa, no quieren perder el tiempo ahora que comenzó el fin de semana, esperan llegar a sus casas y descansar como merecen.
Todos nos hemos sentido asfixiados cuando vamos en el vagón, cuando escuchamos los murmullos, los gritos, la música estruendosa del vagonero que pone su bocina lo más cercano a los oídos de los pasajeros, y entre esa molestia general, se oyen las risas de algunos jóvenes que están listos para la fiesta de viernes.
La señora de atrás se recarga en mí, quiero aventarla pero evito decirle algo, carga un bebé muy pequeño y se le ve sudorosa, harta. Nadie fue capaz de darle el asiento a pesar de que todos la vieron subir. No faltó el tipo que se hizo el dormido ni la que volteó a la ventana como si se pudiera ver algo interesante en la oscuridad del túnel.
Por ratos el hacinamiento comienza a tener consecuencias en los ánimos de los viajeros, del otro lado del vagón, se escuchan los reclamos –Cabrón, te estoy diciendo que te agarres del tubo. A mi lado, una niña bosteza como imaginando que va camino a su cama. Las personas, cansadas, apenas pueden mantenerse de pie sin que se les doblen las piernas, ya sea por el agotamiento de estar parado o porque el sueño quiere ganarles la partida.
El calor y los aromas son soporíferos, las ventanas están cerradas y por mi mente pasa la idea de pedir que las abran, pero me detengo, pienso que gritar no haría más que dejar escapar un poco del oxígeno limpio, que aún queda en mis pulmones.
El metro no avanza, los minutos y luego las horas cambian, pasan y se burlan. Por ratos acelera el tren y después vuelve a frenar, todo se acompaña de quejas porque los pasajeros fueron azotados por las intempestivas paradas, y uno que otro quedó aprisionado entre la gente o entre los tubos.
El aire está cada vez más denso, supongo, que al igual que yo, todos van pensando alguna forma para no caer en la desesperación.
Cuando el metro reanuda su camino, los ojos de cada pasajero se van iluminando, nos acercamos al momento en el que las puertas se abren y puede entrar el viento helado, el que llega hasta los huesos.
Hacía falta que escapara ese olor a torta mezclado con calor humano y que secaran esas pieles húmedas del sudor que se iba gestando con la espera.
Bastó un poco más, el metro entraba hacia los andenes. Veinte minutos fue el total de tiempo para llegar de una estación a otra, de División del Norte a Eugenia. Los rostros cada vez se veían más favorecidos, la niña de mi lado murmuró a su papá – ¿Ya vamos a llegar? Estoy aburrida y tengo sed- El señor asintió con la cabeza y sonrió mientras limpiaba el sudor que corría por la frente de la pequeña.
Llegó el momento en el que el tren parecía atrancar, pero las voces del metro que sólo surgen cuando se anuncia algo importante no callaban, –El servicio en la estación Eugenia -decían con voz de cajera de supermercado- está previamente suspendido, por lo que el tren no hará parada en la estación. Disculpe las molestias.
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